19 de mayo de 2010

Viaje en tren


Todo comienza en una mañana fría de Mayo, caminando al costado de un interminable tren, donde el último vagón antes de la locomotora nos esperaba con nuestras respectivos asientos. Me refiero a ambos, porque hasta esta parte del viaje me ha acompañado mi compañera Rosaura Zuñiga, con el mismo deseo de dejar Buenos Aires por un tiempo, unas semanas, unos meses, y respirar montaña un rato.
Caminamos a la par del tren hasta que las chapas de Retiro se terminaron y un poco más, hasta que después de pasar por los lujosos vagones camarote y vagón comedor, llegamos hasta la querida y caótica tercera clase.
El tren, algo lento y añoso, demora algo más de un día para recorrer los 1310 kilómetros que separan Buenos Aires de Tucumán.
En este tiempo las familias, cientas de ellas, se las ingenian para poder descansar sin sufrir dolores de cuello y espalda, ganando así la pulseada a los minúsculos asientos. Si bien no había un orden preestablecido para la distribución de las familias en esta lucha por conciliar el sueño, se puede apreciar a simple vista que se repite con regularidad la asignación de lugares: El padre de familia duerme en el suelo, entre los asientos enfrentados. La madre a su vez uno de los asientos, generalmente con un niño en brazos. El resto de la manada, de no más de 12 años ninguno de ellos, se apretujaba en el segundo asiento para poder dormir y combatir el frío de la noche.
Cansado de ver como los niños que aún no dormían se disputaban el pasillo con las gallinas, y debo admitir algo acobardado por el frío, me dirigí al salón comedor a leer y tomar un café con leche.

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