14 de febrero de 2011

Shahriar

En su sillón verde musgo Winston leía las mil y una noches. Hojeaba dos o tres cuentos antes de acostarse, si es que podía evitar continuar con la lectura, preso de los encantos de Sherezade.
Sin embargo, esa noche sus ojos se encontraban particularmente cansados. Luego de leer el primer cuento, dejó entre las hojas una servilleta del London Café y apoyó el libro sobre la mesa escritorio.
Su mente se perdió algunos segundos en medio oriente, entre palacios, mercados y mujeres sensuales. Cuando llegaba a este punto siempre recordaba la fotografía de una musulmana que había visto en Palais de Glace, cubierta de pies a cabeza por el velo y con sus ojos como única humanidad al descubierto. La imagen lo dejaba helado. La mujer persa debe haber adquirido una fantástica habilidad para expresarse por medio de sus ojos. De seguro con una sola mirada puede decirte cuantas cucharadas de azucar quieren en su café. O también por ejemplo: "este concierto de jazz es un embole, vayamos a casa que muero por estar desnudos en nuestro dormitorio".
Winston se regocijó en sus pensamientos y el sillón le respondió con un ruido desagradable. Chasqueó la lengua con enfado. Lo había retapizado hace apenas seis meses (en el mes de julio antes del cumpleaños de su hija) y el sillón había perdido la forma que tanto tiempo le había costado moldear, y lo que era peor, ahora le resultaba incómodo. De seguro el tapicero jamás se enteraría de haber cometido semejante aberración.
Winston se paró y fue hasta el baño pensando en que habría que cortarle la mano.
Primero, antes de olvidarse, orinó (no hay forma de que un meo intrascendental quede esteticamente correcto en un relato), se cepilló los dientes con movimientos bruscos como era su costumbre, tomó agua y la escupió tres cuatro veces. Caminó rápido hasta el dormitorio para ganar minutos al sueño (mañana tendría cita con el darmatólogo a la mañana), se arropó apropiadamente y se hundió entre sábanas limpias y una cantidad exagerada de abrigo. Apagó la luz.
Con los ojos cerrados, en el último atisbo de conciecia, pensó: al leer tan solo un cuento, he sido el rey Shahriar. Sherezade ha interrumpido su relato antes del alba y le perdonaré la vida para que lo finalice la noche siguiente.
A los pocos minutos el agua hirvió, Winston llenó con cuidado la bosla de agua caliente y se fue hasta el sillón verde musgo a continuar la lectura.

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