26 de septiembre de 2010

Antojo

Sintió cada uno de los dientes del cuchillo de cocina hundiéndose en la espalda de su marido a la altura de los riñones. Inconscientemente mordió sus labios mientas la sangre tibia comenzaba a correr por su mano. De su entrepierna brotaron deseos lujuriosos a tal punto que, dejada llevar por el placer, arqueo su espalda en un gesto de completa excitación.
Pero el imbécil tenía que arruinarlo todo otra vez. Comenzó nuevamente con sus alaridos ensordecedores, tan molestos cuando se producen en el comedor porque, al ser una habitación pequeña, el sonido repercute de una manera desagradable.
Entre sus alaridos y sus inútiles intentos por quitarse el cuchillo de la espalda, le lanzaba miradas interrogativas, intentando esclarecer el motivo de su comportamiento.
Ella trataba de mantener la calma ante los movimientos bruscos de su marido y especulaba con que un ataque de ira lo podría volver agresivo, por lo que dio un paso atrás chocando su espalda contra la barra del pasa platos.
Sin embargo el ataque nunca llegó. Él, que desde que tenía un cuchillo en la espalda se había mantenido reclinado hacia adelante para disminuir el dolor, corrigió la postura volviendo a la dignidad del hombre erguido y, tratando de ignorarla, se dirigió hasta la mesa del teléfono dispuesto a llamar al hospital. Quizás por este tipo de comportamiento su esposa había penetrado su espalda con un cuchillo.
De todos modos, la rectitud en su modo de actuar había quitado todas las emociones que genera apuñalar a una persona y el placer que estas conllevan. Aumentó así el odio de su esposa. Su sola presencia le daba asco de una manera más enfermiza que antes.
Tomó un segundo cuchillo, caminó hasta él y tomándolo fuerte por la espalda le cortó el cuello apenas por debajo de la nuez.
Contempló su obra unos segundos sosteniéndo el cuchillo aún con fuerza.
Notó que su mano temblaba presa de un ataque de ansiedad. Buscó la caja de cigarros sobra la mesa del teléfono y cuidadosamente, sin pisar el charco de sangre, se alejó algunos metros de su marido. Inútilmente buscó el cenicero, nunca recordaba donde lo había dejado por última vez.
No importa, pensó, limpiaré todo más tarde, y se le ocurrió que había un plato de más en la mesa.

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