18 de abril de 2011

Frodo Nuevededos

Uno nunca cree que el pan cederá ante la primera insinuación del cuchillo, y sin embargo te agarra distraído, mirando alguna chica pasar y con la mano debajo de la sierra. No hay dolores tan odiosos como el que produce cortarse un dedo. Agudo y preciso como un alfiler, a su vez coquetea con la humillación producto de la torpeza y le da una verdadera paliza al orgullo, porque si señores, las heridas de la cocina son de gilastrún. El día de ayer, por ejemplo, me quemé hasta la médula mientras hacía café. Vertía agua hirviendo en mi nueva cafetera, como cual entiende del asundo (a quién vamos a engañar es solo hechar agua caliente) cuando la tapa de la caldera se calló llenando mi mano de vapores que, según parece, no me transfirieron ningún tipo de poder más que tener una mano hinchada y deforme. Lo importante es que estamos todos a salvo, al menos hasta que comience con las prácticas de química. Pero me dejo de chacharas que hartos estarán de cachilas. [...] Y allá lejos, mientras Frodo se ponía el Anillo y lo reclamaba para él, hasta en los Sammath Naur, el corazón mismo del reino de Sauron, el Poder de Baraddür se estremecía, y la Torre temblaba desde los cimientos hasta la cresta fiera y orgullosa. El Señor Oscuro comprendió de pronto que Frodo estaba allí, y el Ojo, capaz de penetrar en todas las sombras, escrutó a través de la llanura hasta la puerta que él había construido; y la magnitud de su propia locura le fue revelada en un relámpago enceguecedor, y todos los ardides del enemigo quedaron por fin al desnudo. Y la ira ardió en él con una llama devoradora, y el miedo creció como un inmenso humo negro, sofocándolo. Pues conocía ahora qué peligro mortal lo amenazaba, y el hilo del que pendía su destino. Y al abandonar de pronto todos los planes y designios, las redes de miedo y perfidia, las estratagemas y las guerras, un estremecimiento sacudió al reino entero, de uno a otro confín; y los esclavos se encogieron, y los ejércitos suspendieron la lucha, y los capitanes, de pronto sin guía, privados de voluntad, temblaron y desesperaron. Porque habían sido olvidados. La mente y los afanes del poder que los conducía se concentraban ahora con una fuerza irresistible en la montaña. Convocados por él, remontándose con un grito horripilante, en una última carrera desesperada, más raudos que los vientos volaron los Nazgül, los Espectros del Anillo, y en medio de una tempestad de alas se precipitaron al sur, hacia el Monte del Destino. Sam se levantó. Se sentía aturdido, y la sangre que le manaba de la cabeza le oscurecía la vista. Avanzó a tientas, y de pronto se encontró con una escena terrible y extraña. Gollum en el borde delabismo luchaba frenéticamente con un adversario invisible. Se balanceaba de un lado a otro, tan cerca del borde que por momentos parecía que iba a despeñarse; retrocedía, se caía, se levantaba y volvía a caer. Y siseaba sin cesar, pero no decía nada. Los fuegos del abismo despertaron iracundos, la luz roja se encendió en grandes llamaradas, y un resplandor incandescente llenó la caverna. Y de pronto Sam vio que las largas manos de Gollum subían hasta la boca; los blancos colmillos relucieron y se cerraron con un golpe seco al morder. Frodo lanzó un grito, y apareció, de rodillas en el borde del abismo. Pero Gollum bailaba desenfrenado, y levantaba en alto el Anillo, con un dedo todavía ensartado en el aro. Y ahora brillaba como si en verdad lo hubiesen forjado en fuego vivo. —¡Tesssoro, tesssoro, tesssoro! —gritaba Gollum—. ¡Mi tesssoro! ¡Oh mi Tesssoro! —Y entonces, mientras alzaba los ojos para deleitarse en el botín, dio un paso de más, se tambaleó un instante en el borde, y luego, con un alarido, se precipitó en el vacío. Desde los abismos llegó su último lamento ¡Tesssoro! y desapareció para siempre.

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